Portrait de Juliette Récamier, née Bernard (1777-1849).
Icono, a la vez que musa, patrocinadora, modelo y coleccionista, Juliette Récamier es una de las mujeres más representadas de su tiempo. Junto a su esposo, el banquero Jacques-Rose Récamier, se instala en el barrio de la Chaussée-d’Antin y apuesta por la modernidad para la remodelación de su residencia señorial de la Rue du Mont-Blanc. Para ello, contrata a los artistas más en boga del momento. Organiza numerosas fiestas y regenta con entusiasmo desbordante un prestigioso salón donde se reunían todos los artistas e intelectuales de la capital. Juliette Récamier se convierte en el epicentro de la vida mundana en las primeras décadas del siglo XIX.
Exigente con su propia imagen, la controla y la difunde a voluntad recurriendo a los maestros más destacados para su representación (David, Gérard, Chignard o incluso Canova). En 1801, encarga este retrato a François Gérard, el cual pasa a convertirse en poco tiempo en una de las obras maestras del pintor. En un primer momento, su intención era representarla desnuda y de pie, antes de optar por esta composición un poco más discreta. En la obra, aparece de una forma que las mujeres más prominentes de la época se disputaban en materia de retrato: sentada en un asiento a la antigua, enfundada en un vestido blanco, según la moda del momento, es decir, «de estilo griego» que realza el cuerpo, y con un chal de un color vivo. En su tratamiento, la obra muestra la delicadeza de los rasgos y el encanto reconocidos de manera unánime en relación con Juliette Récamier.
El retrato deja totalmente satisfecha a la clienta hasta tal punto que, antes incluso de donarlo al Príncipe Augusto de Prusia en 1822, procedería a una amplia difusión del mismo a través del grabado. Su correspondencia con François Gérard en relación con este tema demuestra la gran atención que dedicó a la ejecución del dibujo preparatorio para el grabado.